…lloviendo volvió la lluvia. Lenta, demorada, como dubitativa, apareció en la mañana, en un horizonte al que le habían cancelado el sol. Lo sabía yo, lo sabían ellas. El ejército de las gotitas, tan diminutas ellas, tan disciplinadas, había emprendido un repliegue. Una simple retirada, momentánea, pasajera como las nubes que forman sus escuadrones.
Dejemos al señor Sol, con sus ínfulas de Rey, que haga su trabajo. Nosotras volveremos. Siempre volvemos. Lo sabemos. Y allí donde vamos a caer, lanzadas cumpliendo con nuestro destino, más temprano que tarde nos esperan. No siempre con una sonrisa, bien es cierto. Veleidoso el suelo que nos acoge, nos reclama cuando nos hacemos de rogar. En cambio, se enojan, enfurecen, cuando creen que nuestros ejércitos han cumplido su misión en demasía, como si fuéramos nosotras quienes gobernamos nuestro destino.
Creen ellos, los que lo habitan y luego nos atrapan, nos apresan, nos represan, nos besan y nos beben, que somos meras esclavas. Que basta un chasquido de sus dedos para que hagamos una carga de artillería. Pues no. No es así. Nosotras tenemos nuestra propia vida. Nos formamos al calor del sol, pero nos gusta pasearnos en el cielo, jugando a formar nubes. A pintarlas, ya de blanco, ya de gris, otra veces casi de negro. Nos gusta jugar a asustarles, a ellos, los de allá abajo. Jugar el juego de servirles de sombra, a ocultarl el sol, jugar a las escondidas. Somos chicas, siempre niñas.
Nos encanta esperar al atardecer, cuando el señor Sol pasa su ronda, a que nos pinte de colores. ¡Hay que ver cómo, ellos, los de allá abajo, nos miran y admiran, nos fotografían, nos filman, nos señalan! Somos, por poco tiempo es cierto, pero tiempo al fin, centro de las miradas. El objeto de asombro de los ojos inocentes de los niños. Una rendija de luz en los ojos velados de los ancianos, que más que vernos, nos sienten y presienten, sapientes viejitos. Ellos nos valoran. Nos agradecen cuando venimos en tropel a refrescar los calores del estío. A colmar bocas sedientas. A festejar flores marchitas, sembradíos mustios. Nos aprecian ellos, y cuando es tiempo de repliegue, nos extrañan.
Los hay de los otros, los nunca conformes. Los que se arman de toda suerte de artilugios para esquivarnos, aislarnos, estrellarnos. Botas de goma, chanclos, paraguas, todo sirve para no tocarnos. Olvidan ellos, viejos prematuros, cuánto jugaron de niños con nosotras. Se les ha perdido en la memoria los rezongos de las madres cuando nosotras nos prestábamos a remolcar sus botecitos de papel. ¡Flaca memoria la de los hombres!. Son los mismos que juran y perjuran cuando nos hacemos de desear. Cuando en pago a tan poco cariño, nos resistimos a caer, como si a nosotras no nos doliera tal cosa. Somos nosotras, una tras otra, familias enteras, que dejamos nuestras fugaces vidas de nubes pasajeras para tirarnos al vacío. Es el duro suelo, o el frío mar, el que nos espera. Somos nosotras que ponemos fin a nuestra vida, para darles a ellos, los nunca conformes, la suya propia. Aunque ingratos, al cabo no sabemos negarnos. Será nuestro destino, tal vez.
Por eso hemos vuelto. Como sabemos volver. Lloviendo.