
Sueltas nada dicen, ellas, las letras. Se tienen que juntar. Solas suenan solitarias, monótonas, a veces ni eso. Las hay suaves como la seda, como el tacto de un pétalo de rosa, tersas como el pecho de una joven, pero las hay rudas, de las que en yunta arremeten con todo, tales las “ere” que en pareja rompen y arrollan con lo que tienen enfrente.
Son como las familias. Unas suenan viejas y aburridas, otras parecen siempre jóvenes. Unas son abiertas, espontáneas, capaces de convocar a la risa, cascabelear dentro de una garganta hasta salir rodando, volando, repiqueteando. Las hay cerradas, silenciosas, hasta mudas que nada dicen, pero ahí están, para recordarnos que no siempre lo que suena a hueco lo es sin su presencia. De las que ponen el hombro, y como quien no quiere la cosa, explican al hombre.
Las hay que se dicen mellizas, siamesas más bien, delgadas y elegantes que se juntan para expresar todo lo bello, para ponerle llamas al fuego y darle forma a la lluvia. Ellas, las pilluelas, juegan a derribar murallas. Se burlan ellas de la solitaria penúltima letra, esa griega presumida que solamente sabe pensar en su yo, rara vez en yunta y que a veces juega a confundir, a camuflarse, como si fueran la misma cosa.
Como en toda familia no todos los iguales son tan iguales. Ellas lo saben. Siendo como son, numerosas, se saben dependientes. Parece mentira pero esas veintisiete dependen de las cinco que se creen, y son, distintas, las vocales, reinas donde las haya. Lo saben las consonantes. Nada dicen en soledad. Ni siquiera juntándose, lo pueden hacer. Hasta para un trabalenguas las precisan. Hasta tal punto se hacen valer, las muy pagadas de sí mismas, las vocales. Rosas en el rosal, paradójicas sin embargo son. Para designarse a sí mismas acuden a la enana del simple ángulo, la que por su solo nombre trae resonancias de vides y vinos. Sin ella, tan simple, no sabrían cómo llamarse las vocales.
¡Ah!, exclamará la “a” cómodamente recostada a la sumisa, por muda, que es la hache, ella misma tan llena de sí, para darse importancia. ¡Quién podría exclamar, declamar, aclamar, amar, apasionar, y hasta odiar, sin mí, la primera, la que siempre os deja con la boca abierta!
¡Eh!, exclamará la “e” que sin ella exclamación alguna podría haber. Ni saber, ni mucho menos leer. Si son lo que son, es por mí, piensa ella, la segunda que se siente primera.
¡Insólito! , dirá chillando la “i”, indignada, que sin mí cómo podrían silbar o silabear; ni la vida ni la lluvia prescinden de mí, ya ven, ni tan siquiera Dios osa olvidarse de mi inagotable ingenio para insertarme allí donde resulto indispensable, y sin embargo, quieren ignorarme. Inútil intento, dirá ella, acomodándose su elegante puntito encima de la cabeza.
¡Oh!, se asombrará la gorda “o“, la obesa, la redonda, la que os deja con gesto de asombro nada más nombrarla. ¡Como os asombrarán vosotras si se quedan sin mi concurso, las osadas que osáis omitirme!
¡Uy!, susurra por lo bajo la “u”, tan acostumbrada a ser la última. ¿Qué puedo envidiaros a vosotras, siempre tan apuradas, si hasta el universo no podría nombrarse a sí mismo sin usarme desde el principio mismo de las cosas?. ¡Escuchád, hermanas mías!, tan ufanas de lo que son, que si quisierais contar no podrías hacerlo si mí! Podré ser la última, pero también soy única.
Peleas de hermanas. Ellas también saben que solamente suenan, cantan, leen y susurran, gritan y gimen, apoyadas en aquellas otras veintidós que siempre están allí, listas para salir a bailar, en parejas, de a tres, en ronda, en cadenas, encadenadas, graves, agudas o esdrújulas, átonas o no, disfrazadas bajo un tilde o la antigüedad de cobijarse bajo una diéresis, mimetizadas en las palabras, infinito juego que se pierde en el tiempo y la distancia.
Se precisan, unas de las otras. Porque sueltas, nada dicen, ellas, las letras.
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